A la vejez, brasas

Nuestra generación es deudora de una fingida eternidad vital, de una supuesta inmortalidad. Pensamos que somos eternas porque a nuestros cuarenta y tantos nos vemos como veíamos a la generación anterior en su veintena. Y estamos convencidas de que cuando nos golpee lo que antes se entendía como vejez, nos va a colocar en lo que fuera la cuarentena de la generación anterior. Pero temo que es todo un error, y que la vejez, a nuestra generación, nos va a pillar por sorpresa.

Somos como el tronco de abedul echando a arder en la hoguera. La llama se agarra primero a la fina corteza que envuelve el blanco y estríado corazón del tronco, y la corteza se va rizando a medida que el fuego extrae de ella toda su humedad. Y nos quedamos tan obnubilados observando la belleza de tal proceso, propio de la juventud de una hoguera, que no notamos como el interior de la madera, que quedaba hasta ese momento protegida por una camisa ya negra y cenicienta, se ha ido calentando hasta alcanzar una irrefrenable temperatura, que hace que las células implosionen, y de la que no existe ninguna escapatoria. Cuando queramos percatarnos las llamas ya estarán llamando a las puertas de los anillos más internos del tronco. La senectud nos va a golpear, de forma inesperada e indefectible, cuando ya no nos quede tiempo para prepararnos para su llegada. La muerte, como las cenizas, nos acojerá golosa en su abrazo ardiente, partiendo nuestro cuerpo en dos, quemándonos desde dentro y llevándose al aire nuestro último suspiro, que será, aún, de desprevenido dolor, y no de alivio.

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2 Respuestas a “A la vejez, brasas

  1. A algunos, la parte cercana al espinazo ya nos va augurando una vejez molesta.

    Gracias por seguir aquí. Que al final, los que están en el radar son los que hacen más llevadero el camino.

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